La
caja
Esa
noche me invadieron unas ganas casi ajenas de caminar sin rumbo alguno por
Montevideo; de todas maneras, ningún caminar que hiciera podría tener rumbo, no
conocía ningún lugar, no conocía a nadie, no conocía nada. Pero caminé. Habían
transcurrido una treintena de minutos cuando me encontré frente a aquel bar de
aspecto peculiar, escuché cómo la puerta se quejó por mi entrada, me dirigí a
la barra y sentí cierta descoordinación entre el suelo y mis pasos: sonaban con
retraso, como si no fueran míos sino que me seguían.
-
Un cuba libre por favor- dije rompiendo ese silencio casi físico que había.
El
Barman asintió mientras dibujaba una sonrisa de amabilidad.
Mientras
tanto, en una mesa se levantaba la única persona que se encontraba en el local
antes de mi llegada, que se acercó a la barra y se sentó junto a mí.
-Uno
para mí también, Miguel- dijo mientras se acomodaba en el asiento. Me gusta el
ron cuando es compartido y hace mucho que no se presentaba una oportunidad.
Nos
sirvieron los cubas y brindó levantando su copa hacia mí.
–Por
vos, porque brindar por mi salud sería un desperdicio. ¿Qué haces por acá?
-Solo
caminaba, le contesté. Quise entrar por un trago y al terminarlo probablemente
continúe. ¡Qué paz que se respira! -exclamé.
Respondió
un simple monosílabo mientras gesticulaba un desacuerdo con mi comentario y se
llevaba el vaso a su boca. “Fa!”.
-¿Quieren
algo de música? - pregunto el Barman. Se aceptan peticiones.
-¿Tienes
algo de Serrat?- le pregunté. Me gusta mucho escucharlo, unas cuadras atrás vi
un anuncio de un concierto en el que participará, un homenaje a Zitarrosa.
-¿Zitarrosa?-
contestó con rostro de a quien le dan cuerda. Antes de complacerte con Serrat,
déjenme contarles una de las tantas cosas que he visto y escuchado aquí mismo,
en esta humilde barra. La familia Vega era una de las más pudientes de todo el
Uruguay; hace muchos años, el hijo mayor de la familia, Fernando Vega Carrasco,
era una de las personas que más frecuentaba este bar, se sentaba justo ahí,
donde estás vos, pedía “Una de Alfredo”, un trago y un pucho. Se sentaba a
conversar, hablaba de él, muchísimo, decía que no escuchaba más que su música,
me contaba anécdotas de la vida de Zitarrosa con tanto detalle como si él
hubiera hecho presencia en estas, era un fanático, era un enfermo. Se quedaba
largas horas, pedía trago tras trago, el dinero nunca lo limitó, había heredado
tierras muy productivas, nunca se esforzó por un solo peso y tenía millones. Ya
sabés lo que dicen, unos con tanto y otros tan poco. No supe nada de él desde
el 89, el año de la muerte de Zitarrosa, pero lo vi una sola vez y fue poco
después: entró por esa puerta, loco de contento, me saludó con mucho cariño, se
quitó su abrigo, depositó sobre la barra con extremo cuidado una caja que traía
en sus manos y me pidió el último trago y el último pucho que le di. Me contó
que acababa de pasar por una situación muy extraña: había llegado una persona a
su puerta ofreciéndole algo a cambio de toda su fortuna porque sabía que él era
el fanático más grande que llegó a tener Zitarrosa en vida y el más grande que
tendría después de muerto. Esta persona le ofreció el corazón de Zitarrosa,
literalmente, ¡su corazón! Era un malviviente que sabía de él y a la muerte del
cantante tuvo una horrible idea: extraerle el corazón para vendérselo a su millonario
fanático. Yo no podía creer lo que me acababa de contar. Qué historia tan
atroz. Al terminar su trago Fernando se levantó del asiento, se colocó su
abrigo y dijo:
-Miguel,
espero que me perdones pero esta vez no puedo pagarte, no tengo un solo peso- y
resguardando con sus dos brazos la caja como si se tratara de una criatura, se
marchó.
Otto Danel Villamizar
Taller I de
Iniciación a la Narrativa 2016
La muerte en vida
…Dicen que un día me va a
liquidar el cigarrillo, la grapa, el vicio en resumidas cuentas o la mala vida
del bohemio que se niega a aceptar las reglas del juego; sin embargo, mi hígado
maltrecho es un lujo al lado de lo que hoy le toca vivir a mi corazón
sufriente. Padezco nostalgia desgarradora, padezco un sentimiento de vacío
infinito que está marchitando mi alma segundo a segundo, hora a hora, día a
día. Ya no escribo a diario, ni las flores huelen a flor, ni la miel sabe a
miel, ni las noches estrelladas alumbran la retina de mis ojos tristes. Me
desconozco en estas tierras lejanas, sin vientos que soplan desde la rambla
sur, ni gritos de botijas descalzos jugando a la pelota y desafiando al barro.
Los mexicanos se pasan de amables para ser serviles, son buena gente, aunque
demasiado para mi gusto; tienden todo el tiempo a la sumisión, a ese “mande
usted” insoportable que dejó como resaca la esclavitud, la antigua aunque
también la moderna. Como sabrás ese no es mi estilo, me gusta jugar de tú a tú,
siempre en igualdad de condiciones, poder sentirme semejante de mis paisanos y
acá eso es casi imposible. Estoy desnorteado, como sapo de otro pozo y todo me
resulta completamente ajeno por este lado del mundo. Duele la distancia, viejo,
aunque más duele la terrible sensación de no poder hacer nada ante la barbarie.
Noto de manera irreversible que el día que me subí a aquel avión firmé una
suerte de acta de defunción creativa. Ya no estoy en llamas, ni expulso pasión
por los poros. Es raro, extraño; siento que a pesar de haberme escapado me
cortaron un pedazo de espíritu y borraron de un plumazo esa incipiente sonrisa
que nace en la comisura de los labios, lograron su cometido, triunfaron en la
misión de amputar libres albedríos y ganas florecientes. Ahora voy a dejarte y
me voy a sentar delante del papel. Sí, voy a agarrar la birome pero no te
prometo nada; sin avidez y anhelo es difícil que aparezca la inspiración del
poeta…
Don
Washington se secó una lágrima porfiada que le atravesó la mejilla izquierda.
Dobló el papel, ya amarillo de tan gastado, y lo guardó en la mesita de luz,
aquella que oficiaba como caja fuerte de todas las cartas que llegaban del
Flaco en la época del exilio. No sabía porqué pero aquella tenía un significado
especial y tantos años después de su retorno al país la seguía relojeando dos
por tres, como testarudo ante los acontecimientos oscurantistas ya consumados,
como si se tratase de un acto obstinado de sostener viva la memoria por todos
los medios, como si la muerte interior de su amigo entrañable hubiese empezado
cuando garabateó aquellas líneas. Sin embargo, esa tarde de verano de 1989 la emoción lo desbordó internamente y sacudió
sus cimientos como hacía mucho tiempo no le sucedía, un sudor frío le empapó el
torso y el corazón le galopaba al ritmo de un caballo indomable. Repasó
mentalmente todas y cada una de las imágenes junto a su eterno compinche.
Cuando tomó el primer mate vespertino y su frecuencia cardíaca empezaba a
normalizarse sonó el teléfono. “MURIÓ ALFREDO” se escuchó, casi imperceptible,
desde el otro lado de la línea. Bocha no contestó, solo atinó a soltar el tubo.
Permaneció en silencio, rascándose la pera como siempre hacía cuando algo lo
sumergía en un estado meditabundo. Impertérrito, quiso calcular la magnitud de
la pérdida pero lo inconmensurable lo
frenó en seco. Imaginó cada rincón del Uruguay y de América Latina
conmocionados, pero no lloró; el fuego sagrado de Zitarrosa se había extinguido
hacía rato, más allá de esa circunstancia llamada corporeidad.
Nacho Gomes
Taller I de Iniciación a la
Narrativa 2016